Antonio Sajid López
La Tertulia 49 "Errar es un sumergimiento en los olores y los sabores, en las sensaciones de la ciudad. El cuerpo que yerra 'conoce' en/con su desplazamiento." Néstor Perlongher Que si necesitamos entregar una copia de cada una de las cuentas de banco que poseamos; que si también necesitan revisar los últimos talonarios de mi entrada económica mensual; que por qué aparece en mi historial de crédito una cuenta pagada en estado de delincuencia; que si necesitan revisar los seguros, las cuotas, las planillas sobre ingreso, los contratos de arrendamiento de las propiedades habidas; que si es menester redactar una declaración que explique por qué se pagaron unas cuentas en atraso; que si necesitan otra carta firmada que exprese nuestro conocimiento pleno sobre las políticas del banco en cuanto a los límites de aportación de los vendedores en los gastos de cierre; que si necesitaran revisar nuestro crédito por segunda vez habría que firmar otra declaración; que si no entregamos una copia del contrato de arrendamiento del apartamento en que vivimos temporalmente se paraliza el proceso… En fin, comprar una casa en Estados Unidos a posteriori de la crisis del mercado inmobiliario de 2008 es un dolor de huevos.
De todas maneras, decidimos asumir el entuerto de la compraventa de un hogar para abandonar el despilfarro de un alquiler obligatoriamente caro. Orlando, Florida, la ciudad que nos acoge, está creciendo a pasos agigantados. Durante el pasado año fiscal, comprendido entre el 1 de octubre de 2015 y el 30 de septiembre de 2016, el estado de la Florida recibió la mayor cantidad de turistas de su historia. Este renacimiento, principalmente de los parques temáticos, vino acompañado de un boom laboral en las industrias de alimentos y hotelería. Y, claro está, esta meca se ha convertido en el destino obligatorio de miles de trabajadores puertorriqueños que huyen, como el diablo a la cruz, de los infortunios financieros del Estado Libre Asociado. Como sabemos, el crecimiento poblacional traerá bajo el brazo un considerable aumento en los alquileres de inmuebles, tal y como dictan las teorías de oferta y demanda. Así que, aguzados por las canas que nos van saliendo, y la panza que cargamos con mucha honorabilidad, decidimos tirarnos al mar ahora que está llanito.
Para mi esposo, comprar una casa es una gestión económica más o menos orgánica. Habiendo crecido en una familia de comerciantes guatemaltecos, lleva las matemáticas financieras con la misma dignidad que se carga el rosario a la iglesia en tiempos de Cuaresma. Por tanto, la casa que estamos a punto de comprar no es la casa de sus sueños, sino un espacio de transición necesario para comprar, en unos cuantos años, el hogar que satisfaga todas nuestras necesidades. Yo podría vivir en este prometedor espacio toda la vida. Confieso que ese tipo de maroma económica me da vértigo.
Recibí muchos golpes cada vez que intentaba manifestar mi personalidad. Lo intentó todo: me apuntó en clases de natación, pelota y baloncesto; me prohibió -por un tiempo- jugar con muñecas; se burlaba de los maricones delante de mí; me castigaba si lloraba demasiado por cualquier acontecimiento; la lista, queridos amigos, es larga.
Y sí, hablo desde el resquemor. Mi relación con mi padre ha sido siempre una relación complicada. Desde chico, la construcción de mi identidad como hombre queer se vio lacerada por su maltrato físico, porque lo humillaba mirar a su hijo mayor jugar con los tacones de las abuelas. Recibí muchos golpes cada vez que intentaba manifestar mi personalidad. Lo intentó todo: me apuntó en clases de natación, pelota y baloncesto; me prohibió -por un tiempo- jugar con muñecas; se burlaba de los maricones delante de mí; me castigaba si lloraba demasiado por cualquier acontecimiento; la lista, queridos amigos, es larga. Este rechazo machista, brutal y sistemático, acompañado de la nula cultura económica en el hogar, se intensificó al cubo cuando se enfermó de drogadicción. Su mal administrada personalidad colérica y sagitariana lo condujo por la calzada de la cocaína y el crack durante los años ochenta y noventa. Las deudas crecieron, como crecieron también las demandas y las incertidumbres en el seno familiar. Todos nos afectamos; todos. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Mi padre abandonó la droga en 2002, pero las secuelas de los años de su autodestrucción nos siguen matizando, como fantasmas, la hora del café y la visita del cartero. Ya casi hago los cheques por antonomasia, sin apenas preguntar qué Santo ni qué vela. ¿Qué si quise a mi padre? Lo adoré. Mi padre era un querendón labioso, con buen humor, con gracia; tenía un talento para engatusar a la gente que nunca supo sacarle un partido honesto y beneficioso.
Papi se murió en mis brazos de un infarto masivo. Esa mañana tomamos el último café. Tenía 60 años. Yo nunca antes había estado tan cerca de la muerte. Ese día, además del dolor de la pérdida, me hice consiente de lo corta e impredecible que es la vida. Ese día encaré mi propia mortalidad.
Por eso, la maroma de comprar una casa transicional mientras nos preparamos para adquirir la casa de nuestros sueños me aterra. ¿Cuántos años de vida me quedan? ¿Cuántos años de salud? ¿Me alcanzará la vida para saldar esa hipotética-hipoteca? ¿Qué sucedería si le falto a Carlos? ¿Podrá pagar su casa? ¿Podrá terminar de pagar por sus sueños? Y así, sucesivamente, me tortura esta sarta de pendejadas mentales que me distorsionan el juego que representa la vida.
A pesar de mis fantasmas, ¡vamos a comprar nuestra casa transicional! ¡Seré un “Home Owner”! Decidí embarcarme en esta vela que conduce mi matemático y audaz Virgilio. Y aunque no sé cuántos años me queden por delante, declaro larga vida para nuestros sueños maritales. Quiero jugar bien el juego de la vida, y persignarme con respeto ante la santísima trinidad de Trans Union, Experian y Equifax. Y que me acompañe mi rosario financiero cada vez que aparezca mi padre en las noches a susurrarme al oído: “recuerda, mijo, que la última la paga el diablo”.
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