Por Adriana Patiño
La Tertulia 49 Colombiana que viva en el exterior y que se respete, hace tres paradas obligatorias al llegar a la ciudad que la vio nacer: donde el odontólogo de toda la vida, el médico de toda la vida y por supuesto, el peluquero de toda la vida. Algunas más exóticas visitan también al cirujano plástico; pero ese, no es el de toda la vida, ni es mi caso… Después de vivir tantos años en Estados Unidos, generalmente lo primero que hacía al regresar a mi ciudad natal era visitar a quien fuera mi peluquero por más de 20 años; por aquello de que “primero muerta que sencilla”. Pero él, Fabio, falleció algunos años atrás por causa de una neumonía. Su nombre aún permanece pegado en el timbre del edificio donde solía vivir y obviamente, en mi corazón. Cómo olvidarlo si fue mi consejero, mi asesor de imagen y sin lugar a dudas, el mejor escuchando historias de corazones rotos para después dejar escapar uno de sus sabios consejos al mejor estilo del budismo tibetano: “Usted es una güeva, deje de sufrir por maricadas”. ¡Ese bobo no sabe cuánto lo extraño! Una parada menos para mí… Mi ciudad natal es una completa locura: miles de carros que circulan por calles estrechas pitando estruendosamente; la gente hablando duro; se ven muchos vendedores ambulantes y los bien o mal llamados “locos”, aquellos que no se bañan hace mucho tiempo y que andan por ahí, sin rumbo, con un costal al hombro cargado quién sabe de qué, viviendo de la caridad de los ingenuos que creen que les piden dinero para comer y no para el vicio.
Como era la primera vez que visitaba la ciudad con mis hijos, yo no quería que ellos tuvieran una mala imagen; quería que vieran todo lo opuesto a esa parte de la sociedad a la que no llega el dinero del progreso ni de las oportunidades, porque ese dinero se queda en los bolsillos de los ladrones corruptos de cuello blanco. Recuerdo claramente la fuerza que hacía todo el tiempo por, de alguna manera, esconder lo que yo consideraba feo para ellos. Mis hijos estaban de 6 y 7 años respectivamente, y era gracioso porque como allá todo el mundo saluda incansablemente y entablan una conversación espontánea de cualquier cosa como el clima o el tráfico, mis hijos llegaron a pensar que yo era una persona famosa. Estaban sorprendidos porque veían a todo el mundo feliz.
Como no se puede pretender tapar el sol con un dedo, el tan temido momento llegó.
A lo mejor no es una historia muy trascendental, pero sí es un claro reflejo del colombiano de a pie, que literalmente se saca la papa de la boca para dársela a otro. De ese, que sin mucho estudio tiene la capacidad de devolverle a uno la fe en la humanidad. A esa parte de la sociedad que no conoce la repartición del tesoro público, pero sí la de valores fundamentales que, en últimas, son los que le dan el verdadero mérito a un ser humano. Jamás pensé que la lección de vida me la iba a dar ese vendedor ambulante, perteneciente a ese lado de la sociedad que yo quería esconderle a mis hijos, alguien tan incalculablemente valioso, quien teniendo tan poco, está en la capacidad de dar tanto.
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La Tertulia 49Photo by Rawpixel on Unsplash Categories
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